La caída de la Vakko siembra un panorama de incertidumbre a lo largo y a lo ancho de Átraro, que recibe el ascenso al trono de Liatli Hassul con recelo y escepticismo. Especialmente en el seno de los licántropos. Los viejos pactos atan a la legión de plata a Ántico, pero discernir el objeto de esa lealtad resulta confuso. Una tierra, una dinastía, un pueblo. Una idea.
Lam siempre ha creído que la única causa de Élathur ha de ser Sorutz, pero la caída del Imperio abrirá grietas en el seno de la terra que gobierna su madre y, como heredero, él habrá de buscar su propia posición.
Más allá de los mares oscuros, lejos del continente, la influencia que siempre pareció nula, remota y ajena, fragua alianzas que pueden resultar determinantes en el desarrollo de los acontecimientos. En nombre del amor, Zarik tratará de restaurar todo lo que el odio destrozó, aunque eso suponga arrasar con todo su mundo y hasta con él mismo.
Aun así, nada parece capaz de despertar el ansia de venganza que late adormecido en el corazón de Resryon, un sentimiento reemplazado por una rabia descontrolada que expone a un sanguinario carente de los códigos largamente inculcados. En medio de todo eso, Elain tratará de proteger la nobleza soterrada que habita en el interior de su amigo, su hermano; porque dentro de su cuerpo decadente aún latía el alma de un Imperio.